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Gobernanza de la Monarquía Hispánica (I)
Ramón Tamames Gómez
Ramón Tamames Gómez
Lectura estimada: 9 min.

no demasiado breve sobre lo que fue la administración de la Monarquía Hispánica en los siglos XVI a XVIII. En las numerosas consideraciones "bordeando la leyenda negra" de que la administración española era burocrática, geocrática y además ineficiente, rodeada de toda clase de corrupciones, se erige la verdadera situación de una serie de consejos de la monarquía, que produjeron una gobernación suficiente para controlar el primer Imperio de Ultramar de una historia verdadera y casi increíble. En la que un pequeño territorio europeo, Castilla, se lanzó a dominar medio mundo, consiguiendo configurar el hemisferio español del Tratado de Tordesillas en 1494. Y no fue un imperio pasajero, sino más bien de traza romana, pues duró nada menos que de tres a cuatro siglos, según las zonas y territorios. A ello contribuyó mucho la administración, al crearse toda una serie de órganos ya comunes en una España integrada por cinco reinos medievales que están en el escudo nacional: León Castilla, Navarra, Corona de Aragón, y el antiguo reino moro de Granada. Esa unión personal, con sus propios regímenes en cada territorio, se transformaría después en una organización más centralizada, un hecho que sería el gran impacto de la monarquía borbónica después de los Austrias. El tema está en la actualidad de la historiografía española, según se ve en libros como los de Elvira Barea, Marcelo Gullo, Pablo Victoria, Luis Zaballa y Borja Cardelús. En un proceso de revisión a fondo de tantas tergiversaciones como se sucedieron con ocasión de la leyenda negra.

LA FORMACIÓN HISTÓRICA DE ESPAÑA HASTA 1517

El tema de la Monarquía Hispánica y su gobernanza es una pieza indispensable: cómo se dirigió una organización tan compleja, con tantos problemas a la vez por la diversidad de sus partes componentes, y las enormes distancias de los territorios a abarcar; así como por la necesaria financiación, movimientos personales, e instrucciones de todo tipo. Con una logística a través de una burocracia de organismos y cargos concretos, ministros universales, virreyes, capitanes generales, etc.

Pero antes de entrar en toda esa organización, al autor le pareció preciso dar una idea de cómo se configuró España como país. En otras palabras, cómo surgió, al final la entidad política que llamamos España; y que en la transición de los siglos XV al XVI dio un salto cuantitativo, y cualitativo de tan enorme envergadura, que de pequeños reinos compartimentados se proyectó a Imperio mundial.

El avance hacia el Sur

Análogamente a lo que sucedió en el resto de Europa Occi­dental, la historia medieval de España es de una enorme com­plejidad: un tejer y destejer de episodios, de guerras y cambios de todo tipo, políticos, económicos, y culturales. En el caso español, con un hecho sin­gular dentro de lo europeo, cual fue la ocupación de gran parte del país por el Islam durante largos siglos. Lo que dejó su impronta en multitud de facetas de la vida hispánica hasta nuestros propios días: en paisajes y formas de cultivo; en monumentos religiosos, militares, palaciegos y civiles; en costum­bres y folklore; en gran número de vocablos de las len­guas peninsulares románicas. Y ese hecho particular influyó definitivamente en la conformación de los reinos medievales, con consecuencias hasta ahora mismo, ya que las regiones que son CC.AA. están en la flecha del tiempo de aquellos reinos.

A propósito de esa singularidad se planteó a mediados del siglo XX toda una polémica histórica[1] entre Claudio Sánchez Albornoz y Américo Castro, con dos conceptos distintos sobre la esencia de lo español. Controversia que se inició en 1948 con la publicación del libro de Don Américo España en su historia[2]. En el cual llegó a la conclusión de que la singularidad de la Edad Media española se concretó en las vivencias de los cristianos como casta frente a otras castas (moros y judíos).

Claudio Sánchez Albornoz replicó a esa tesis en 1956, en su obra, España, un enigma histórico[3], donde defendió que lo fundamental de España y de lo español estaba ya latente en los pueblos prerromanos que se asentaron en la Península; siendo sucesivamente ellos, los romanos y los visigodos quienes configuraron Hispania. Sánchez Albornoz no consideró decisiva la aportación del judaísmo ni de la islamización: España era para Don Claudio, ante todo, cristiana y occidental. Hoy, la polémica ha sido superada por una pretendida integración, no tan fácil, de las dos posiciones. Y habría que reflexionar sobre si la componente Tordesillas, por así decirlo, es también parte cósmica de la personalidad española.

En cualquier caso, el fenómeno de islamización y recristianización exige, aunque sea en esquema, una recapitulación histórica, expresiva del progresivo avance hacia el Sur de los focos de resistencia cristiana. Lo que en su desarrollo histórico es conocido con el nombre de Reconquista. Un repliegue secuencial de los invasores musulmanes, que tuvo escaso efecto en las primeras centurias (siglos VIII al X). Con las formaciones cristianas en el Norte, incapaces de avanzar rápidamente; y los árabes asentados más al Sur, en la idea de que el Al-Ándalus ya existiría para siempre.

La emergencia de Castilla

Durante casi ocho siglos de enfrentamiento entre las formaciones políticas y territoriales cristianas e islámicas, permaneció una idea común de España con sus raíces en la monarquía visigótica; como un espacio político, religioso, y cultural comparativamente homogéneo al Sur de Europa tras el trauma de la caída del Imperio de Roma, en su parte occidental. Precisamente el mismo que Carlomagno quiso reconstruir.

En el Oeste, la recuperación cristiana contra el Islam comenzó con el reino asturia­no, nacido en Covadonga el año 718 con el rey Pelayo, que en su entorno se consideró como un nuevo rey godo, creándose un primer reducto resistente, que a no tardar se extendió a zonas de menor implantación de los invasores; al Oeste por Galicia, y meridionalmente las tierras hacia el Duero. De este modo, a comienzos del siglo x, el Reino Asturiano con capital en Cangas de Onís y Oviedo, se transformó en Reino de León.

Luego, un pequeño condado de ese reinó leonés, Castilla, sería el origen de una nueva unidad política, cuando el Conde Fernán González se independizó en el tercer tercio del siglo X (969). Y tras muy largas y complicadas luchas -de leoneses, castellanos y navarros-, en 1038, Fernan­do I, se proclamaría rey por igual de castellanos y leoneses; en una primera reunión que pronto se disolvió, al quedar repartidos entre sus hijos los dominios tan costosamente reunidos; que solo volvieron a hacerlo con Alfonso VI, en 1072; para de nuevo separarse en 1157, a la muerte de Alfonso VII. Fusionándose definitivamente los dos reinos con Fernando III, que siendo ya monarca en Castilla, en 1230 heredó el Reino de León, lo que dio un nuevo impulso a la Recon­quista.

Previamente a Fernando III, la potente invasión de los almohades se quebró en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), cuando Alfonso VIII de Castilla contó con la ayuda de Pedro II de Aragón y de Sancho VII, rey de Navarra. Así se abrió la reconquista del Valle del Guadalquivir, que serviría para la reconquista de toda Andalucía Occidental por Fernando III el Santo.

Con las adquisiciones territoriales de Fernando III y Alfonso X y XI, y con la renuncia por Aragón en favor de Castilla de los territorios del antiguo Reino moro de Murcia, los nazaritas de Granada quedaron definiti­vamente cercados por Castilla. El Al-Andalus quedó sentenciado para en 1492 producirse la conquista de Granada y el final del Islam en España, merced a los Reyes Católicos.

Corona de Aragón. Vasconia y Navarra

En el Este peninsular, con antecedentes de autóctona resis­tencia pirenaica contra el Islam, a fines del siglo VIII, el emperador Carlomagno (de francos y germanos), creó la Marca Hispánica, que comprendía una serie de condados desde Pamplona a Barcelona, origen que fueron de los reinos de Navarra y de Aragón; y de consolidación de los condados de Cataluña. Espacios, todos ellos, que no que tardaron mucho en emanciparse del Impe­rio carolingio, con la ulterior confederación de Cataluña y Aragón por el emparentamiento matrimonial del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, con Petronila, hija del rey Ramiro II el monje, de Aragón (1137).

La nueva Corona de Aragón así formada, disponía de amplios territorios traspirenaicos, que tras la derrota y muerte de Pedro II, en la batalla de Muret (1213), hubieron de cederse a Francia. Y poco después, el hijo de Pedro II, Jaime I el Conquistador, se hizo con los reinos moros de Mallorca y Va­lencia, reconociendo que había alcanzado el tope de su frontera sur peninsular, lo que se sustanció con el tratado castellano-aragonés de Almizra (1244).

Entre el Oeste y el Este de la península, en medio de las dos mayores Coronas (Castilla y Aragón), quedaron vascos y navarros. Así, Navarra, después de un período de gran esplendor propio, en el que pareció que podrían haber protagonizado la unión de todos a la cristiandad española, abarcando desde León hasta Cataluña, se replegó a un espacio menor, entre el Ebro y los Pirineos (con parte de su territorio más allá de la cordillera, en la ac­tual Francia), y hubo de aceptar como inevitable la unión foral del País Vasco a Castilla (a partir de 1200).

Limitado ya en sus capacidades, en 1512, tras largas disputas hispanofrancesas, el Reino de Navarra quedó separado en dos partes desiguales; la mayor de ellas, la meri­dional, se incorporó al destino peninsular, por obra de la inte­ligencia y las armas de Fernando el Católico en 1512 (ver mapa datado en 1512).

Portugal

Dentro del Reino de León, entre el Atlántico, el Duero y Galicia, estaba el condado de Portucale, que Alfonso VI cedió en dote a su hija Teresa (1095), al casarse con el ambicioso Enrique de Borgoña. Quien inició un distanciamiento de su suegro, del que surgiría el nuevo Reino de Portugal, formalizado en 1179 a favor de sí mismo; con el nombre de Alfonso Henríques, formalizándose la separación por una bula del Papa Alejandro III.

El nuevo reino encontraría su frontera natural en el extremo meridional de la península, en los Algarves, en 1249. Así, Portugal se convirtió en la pri­mera unidad política peninsular con su deber cumplido en cuanto a la Reconquista. Pudiendo iniciar ya su expansión oceá­nica natural hacia las Azores, Madeira y África, y posteriormente, Ceuta, África, India, etc.

Más adelante, ya desde la formación de la Corona española con Carlos I en 1517, se pensó en la unificación de España con el país vecino (su boda con Isabel en 1525). Lográndose, finalmente, esa unión entre 1580 y 1640, el tiempo de «los tres Felipes»; II, III y IV en España y I, II y III en Portugal.

La ocasión se presentó con la muerte del rey Sebastián I de Portugal, sin herederos. Acaecida en la batalla de Alcazarquivir, en 1578, lo que dio pie a una gran crisis sucesoria[4], con la corona portuguesa disputada por varios aspirantes, entre los cuales Felipe II era el menos aventajado en cuanto a genealogía, ya que sólo era nieto del rey Manuel I por línea femenina. Otro candidato fue Antonio, Prior de Crato, también nieto de Manuel I, pero nacido fuera del matrimonio de su padre, por lo que era considerado ilegítimo.

El 24 de julio de 1580, Antonio se autocoronó rey de Portugal, pero un mes después, el 25 de agosto, las tropas castellanas al mando del duque de Alba derrotaron a las lusas en la batalla de Alcántara. Convirtiéndose Felipe II en el nuevo rey de Portugal (con el nombre de Felipe I) el 15 de abril de 1581, según reconocimiento de las lusas Cortes de Tomar.

Los reinados de Felipe I y Felipe II (II y III en España), fueron pacíficos, porque hubo poca interferencia castellana en los asuntos de Portugal, que seguían bajo la administración de sus propios gobernantes. Pero a partir de 1630, ya en el reinado de Felipe III (IV de España), la situación tendió a una mayor intervención y a un descontento creciente, sobre todo con el proyecto Conde Duque de Olivares de la Unión de Armas.

En 1640, el cardenal Richelieu, con Luis XIII reinando en Francia, apoyó a los portugueses y al duque de Braganza (en sintonía con los rebeldes de Cataluña) frente a las debilitadas fuerzas españolas en territorio luso, que fueron vencidas por los sublevados: la condesa gobernadora y virreina, Margarita de Saboya, representante del rey de España, fue derrocada, proclamándose Juan IV como nuevo rey de Portugal en 1640; sin embargo, con los conflictos de Cataluña y Francia en curso, el Conde Duque casi se olvidó de Portugal.

Pero en 1659, habiendo terminado la compleja guerra de Cataluña y el conflicto con Francia, la Monarquía Hispánica decidió atacar Portugal, con una vigorosa respuesta lusa, y nueva contienda de varios años. Hasta que muerto Felipe IV de España en 1665, los españoles firmaron la Paz de Lisboa, reconociendo la independencia de Portugal (1668). La ciudad de Ceuta -todo un símbolo, donde empezó la expansión lusa de Ultramar- prefirió mantenerse como parte de España[5].

Seguiremos la próxima semana, y en el interim, los lectores de Tribuna pueden dirigirse al autor a través del correo electrónico castecien@bitmailer.net

 

[1] "Un debate histórico", El País, 3.V.1985.

[2] Editorial Losada, Buenos Aires, 1948.

[3] Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1956.

[4] https://es.wikipedia.org/wiki/Historia_de_Portugal

[5] Braulio Gómez Fortes y Diego Palacios, Una Historia Política de Portugal, Siglo XXI de España Editores, S.A., Madrid, 2006.

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