Tal y como están las cosas en el mundo, ponerse a discutir de lo de Begoña, de la posible imputación al fiscal general del Estado, de ese fisco tan amable con Pablo Azagra y tan feroz con el novio de Ayuso es una frivolidad. También lo es seguir dándole vueltas a ese pacto de financiación singular, al que no deberíamos llamar así según la ministra de Hacienda. Porque como explica la gran porrista del líder supremo, "esto es nuevo, lo que se firma entre ERC y el PSC es nuevo, no tiene etiqueta. Es que no se trata de poner nombres, se trata de mirar qué persigue".
Pero lo que persigue está muy claro, la investidura de Salvador Illa como presidente de Cataluña. Y ya lo ha conseguido. La que se hace un lío con todo esto que para los demás está muy claro es María Jesús Montero, encargada de explicarnos un sistema de financiación que a ella nadie le ha explicado. Porque antes de las elecciones catalanas, cuando era sólo ERC quien defendía esta financiación singular, con esa cuota de solidaridad con el resto de las regiones condicionada a la mejor o peor voluntad del gobierno de la Generalitat, sí sabía la ministra cómo llamarlo: "lo que ERC siempre ha planteado en esa reforma del modelo es una suerte de concierto económico para Cataluña". Y entonces sí decía "concierto", esa palabra prohibida desde que Esquerra puso la cosa en un papel y Sánchez se lo firmó.
Pero todos estos líos son disputas de guardería al lado de la que han vuelto a liar esos a los que Trump llama niños peleando en el patio de un colegio. Tras su elaborado diagnóstico de fino estadista, el tratamiento que prescribe es que "a veces simplemente hay que dejarlo pasar y ver qué ocurre".
Nos cuentan siempre que esto es un conflicto entre árabes y judíos. Pero vemos estos días que quizá algo tengan que ver, también y sobre todo, esos ayatolás que no son ni lo uno ni lo otro. E incluso ese Putin ahora tan preocupado por los ataques de Israel a los simpáticos muchachos de Hezbolá y tan satisfecho cada vez que uno de sus misiles cae sobre un centro comercial en Kiev.
Cuando al estallar la primera Guerra Mundial el Gobierno español, presidido por Eduardo Dato, decidió "ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles", Pío Baroja escribía que "el Estado podrá proclamar la neutralidad en esta lucha, pero no puede permanecer en silencio lo que está por encima de él: la inteligencia. El Estado será neutral, pero nosotros no".
Y no era el único. Ramón Pérez de Ayala publicó uno de esos manifiestos tan de moda entre los intelectuales de hoy. Decía el papel, titulado "Manifiesto de Adhesión a las Naciones Aliadas", que "no está bien que, en esta coyuntura máxima de la historia del mundo, la historia de España se desarticule del curso de los tiempos, quedando de lado, a modo de roca estéril, e insensible a las inquietudes del porvenir y a los dictados de la razón y de la ética". Por desgracia no lo firmaba Almodóvar, ni Bardem, ni el pianista James Rhodes. Los que suscribían esas palabras eran indigentes intelectuales de la talla de Valle Inclán, Gregorio Marañón, Azorín, Unamuno, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset. O Manuel de Falla, que nunca tocó el piano en La Moncloa. Y seguramente por eso el Gobierno no les hizo ningún caso.
Superada aquella guerra y la siguiente, Europa se ha convertido, tras mucho sufrimiento, en un jardín, según dijo Borrell hace dos años. Y añadió que "la mayor parte del resto del mundo es una jungla, y la jungla podría invadir el jardín". Precisamente Irán, entre otras democracias ejemplares, se indignaron por esa "mentalidad colonialista inaceptable". Pero es evidente que en nuestro jardín crecen pletóricas las malas hierbas.
Son esa izquierda pisarello que odia profundamente a Occidente. La que nos acusa de todos los males del planeta y de que la intolerancia y la guerra es culpa de nuestro pasado colonial y no de las dictaduras y las teocracias a las que ellos defienden con tanta pasión. Su objetivo, al ensalzar todas esas ideologías opuestas a los derechos humanos y las libertades, es el de acabar con nuestro sistema político que precisamente les permite defender sus maléficas ideas con absoluta libertad.
Detectar esas malas hierbas, esa jungla que invade el jardín, es relativamente sencillo y más aún en momentos como este. En primer lugar, destilan odio a los Estados Unidos, un lugar inhóspito e insolidario. El infierno de Nueva York o Los Ángeles frente al paraíso de Teherán. Y todo porque saben que Estados Unidos, a diferencia de Europa, no ha olvidado que no hay libertad sin seguridad, ni paz sin fuerza para defenderla. Y ese gran país puede volver a acabar en manos de Trump, precisamente porque la izquierda radical no votará a Harris por defender a Israel.
El país judío es el otro blanco principal de sus afanes. Con la excusa de la legítima defensa de la población palestina, Yolanda y los suyos gritan "desde el río hasta el mar". Porque su verdadera intención es borrar Israel del mapa y exterminar a todos los judíos, como ya intentaron hacer Hitler y Stalin. Este odio hacia Israel no obedece a sus excesos bélicos en Gaza. Peores atrocidades han cometido los soviéticos o los comunistas chinos y nunca les reprocharon nada.
El problema es que Israel es el único representante de lo que podríamos llamar Occidente en Oriente Medio. El único lugar por aquellas santas tierras en el que mujeres y homosexuales tienen garantizados sus derechos. Y en el que palestinos, árabes, cristianos y musulmanes son ciudadanos libres e iguales. Es un oasis de libertad en un desierto de tiranía y opresión. Pero como decía el otro día un candidato sin suerte de Sumar a eurodiputado, Manuel Pineda, la muerte del líder terrorista de Hezbolá es "un duro golpe para el Eje de Resistencia". La jungla en el jardín.
Frente a esto, como exigían Baroja o Pérez de Ayala a principios del siglo pasado, no podemos pretender seguir queriendo ser neutrales. No podemos serlo ante quienes quieren acabar con Occidente, con la democracia, la libertad y los derechos humanos, flores endémicas de nuestro amenazado jardín europeo. Nos jugamos mucho y no estamos lejos de perderlo todo.