Merche lucha por encontrar a su marido desaparecido en Salamanca, expone su historia en 'Diario de Jorge'
Tengo vértigo, lo reconozco. No es nada del otro mundo. Pero en mi trabajo es casi un contrasentido. Y aquí me tienes, una persona adulta, con hijos, agarrado al brazo de mi padre mientras admiramos desde la azotea de su casa la Clerecía, la Torre de las Campañas y la Torre de la Avenida de Portugal.
Si te preguntas por el vértigo y el contrasentido, llevo 15 años diseñando proyectos en Ascensores Zener, una empresa familiar que se dedica a facilitar la vida a la gente haciendo que suban y bajen de sus casas y de sus trabajos con comodidad y sin barreras.
Y aquí sigo, en la azotea de la casa de mis padres, a la que hacía tiempo que no subían -muchos escalones, hijo, dice mi madre- satisfecho de haber vuelto a mi ciudad aunque sea por trabajo, como apunta mi padre con banderilla negra insertada en la frase mezclada con cierto orgullo (quiero apreciar) de que haya sido yo quien haya diseñado el aparato que les permita salir paquí y pallá más de lo que lo hacían hasta ahora. Las piernas son las mismas pero les llevan a menos sitios.
Tiene todo el sentido que haya sido Zener la que me haya devuelto aquí -no había nadie mejor para este proyecto, decían-. Un ascensor para el edificio de mis padres. Uno de tantos. Pero este es distinto para mí. Desde que llegó el proyecto a mi mesa en la empresa se empezó a hablar más de Salamanca (siempre que había discusión sobre lugares de origen siempre la cerraba yo con aquello de en Salamanca tenemos dos catedrales) y como fui yo el responsable designado y soy de aquí, me bautizaron con un apodo que ya supondrás. Desde ese día en la empresa soy el Mariquelo.
Lo llevo con orgullo y me sirve como refuerzo. Con orgullo porque el Mariquelo, el bueno, el de verdad, lleva casi 270 años subiendo a la Torre de la Catedral. Tela. 270 años subiendo escaleras, eso puede tener remedio, ejem, pero le quitaría sentido. Y me refuerza porque en Zener también tenemos experiencia trabajando en altura para conseguir que la vida de la gente sea más fácil. Llevamos casi 50. A ver si llegamos a la experiencia de el Mariquelo (el bueno, claro).
Esta vuelta a casa me llena de recuerdos. 30 años hacen ya que la Universidad me envió a ganarme la vida. Tenía aplicación y mucha curiosidad. No es que quisiera saber más que el maestro Ciruelo, pero salí con un sello de querer saber más, de querer hacer más. Investigar y desarrollar.
Tal y como hace la Universidad, hago yo en Zener. Y si bien la Universidad ha hecho un edificio entero para I+D, Zener lleva la I+D a los edificios -si la Universidad te enseña algo es que un astronauta puede llegar a cualquier parte-. Así he podido instalar un elevador en el edificio de mis padres. Un bloque antiguo del barrio.
El que fue mi barrio. En el que nos saludábamos elongando un "¿qué paaaaaasa?" El que tenía una pintada que decía que "Mi barrio tampoco es Spain". Es curioso. Muchas cosas han cambiado y, sin embargo, todo parece estar igual. Parece impregnado de un baño de tradición. La tradición no está en los edificios históricos. Está en lo que la gente viene haciendo desde hace décadas. La lleva consigo donde quiera que vaya y eso hace huella en cualquier lugar. La tradición le da valor a lo cercano, a lo que tienes delante de ti cada día de tu vida. Yo crecí en un barrio de personas que no se olvidan de dónde vienen. La tradición es ir comprar galguearías al quiosco, ir a por un helado al Novelty, cambiar cromos en la Alamedilla o el hornazo del Lunes de Aguas. Y eso lo he trasladado a mi trabajo en Zener.
Ese es mi nuevo barrio. Una empresa familiar que sabe que trabaja influyendo en la vida diaria de las personas. Nada más. Nada menos. No somos una multinacional. Llevamos nuestra propia tradición a cualquier lugar donde vayamos. Esa tradición me la he traído a la casa de mis padres. Es casi un círculo virtuoso.
Y lo que hacemos, como todo lo nacido de la tradición, del conocimiento y de la experiencia, es duradero. En la azotea, continuo agarrado al brazo de mi padre (sigo con vértigo), repaso cómo hemos hecho posible que toda esta comunidad tenga más fácil el paquí pallá me recuerdo corriendo de pequeño por encima del Puente Mayor.
Hace mucho tiempo de eso. Ese puente lleva en su sitio 800 años. ¿Cuánta gente habrá pasado por allí?, ¿cuántas historias habrá permitido ese puente que se vivieran? -más de las que haya podido poner sintonía Michael tocando el violín en la Plaza del Liceo-. Y sin embargo, si llevas el puente Mayor a otro sitio, no valdría. Sería corto, o demasiado largo. Demasiado bajo o demasiado ligero para cruzarlo con cargas muy pesadas. El Puente Mayor sigue ahí porque se hizo para ese lugar. Eso mismo hemos hecho Zener y yo con el ascensor de la casa de mis padres. Otro ascensor no valdría. Tenía que ser ese y sólo ese. Ahora es posible que tengan justo el que necesitan. A eso nos dedicamos. Esperemos que dure casi tanto como el Puente.
Antes de volver, mis padres se hicieron una foto conmigo. Bueno, unas cuantas. Manejan el móvil como adolescentes y nos hemos hecho sesión de selfies pese al frío (un buen chambergo y ya está); en la azotea, en la Plaza Mayor más bonita del mundo, en un Avenida (son de los de la Marea Azul), la calle de la Compañía? de allí nos tuvimos que volver porque mi madre no se acordaba si había candao bien. Creía que estábamos más lejos pero atrochamos guiados por ella. Y allí nos hicimos la última en el ascensor que instalamos. El de mi hijo, como dice mi padre? Es el de Zener para el resto del vecindario. Para mí, es el de la casa de mis padres. Guardo la foto en el móvil, como todo lo que queremos conservar y ver siempre que queramos.
Antes, mi imagen de Salamanca era la catedral, con el Tormes a sus pies. Ahora, se me infla el corazón con las fotos que mis padres me envían por WhatsApp desde el ascensor mientras bajan a la calle a comprar, o a dar un paseo? Ahora ven y disfrutan Salamanca más que antes. Y algo de culpa tenemos los de Zener.
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