A nuestro insigne escritor le gustaban mucho las mujeres, quizás demasiado. Aunque él no hablaba en absoluto de sus conquistas amorosas, se sabe que mantuvo relaciones íntimas con numerosas féminas. Gregorio Marañón, que no sólo fue su médico sino también su amigo, dijo de él: «No puedo dejar de pensar en Galdós, hombre soltero seguramente por influencia de la emoción materna, súper viril y mujeriego, aunque tímido con las mujeres».
Es curioso que, siendo tan mujeriego, sin embargo fuera tímido a la hora de comenzar el galanteo. Se ha escrito que quizás influyeran las especiales circunstancias de su infancia. Fue el décimo hijo de un matrimonio ya en edad madura. Se sabe que las numerosas mujeres que le rodearon le tuvieron siempre muy consentido: su madre (intransigente y mandona), las tías, las seis hermanas (la mayor, Soledad, tenía 19 años cuando él nació) y las sirvientas. Tomó pecho de un ama de cría durante más de tres años. Además, fue un niño enfermizo que padecía asma bronquial, razón por la cual Benitín, como le llamaban, estuvo siempre súper protegido. «Me crié malucho siempre, padecía de unos catarros que me ponían a la muerte», escribió de sí mismo.
Cuando cumplió los diecinueve años pudo librarse de ese ambiente protector y escaparse de su querida isla para marchar a estudiar a Madrid. Es entonces cuando empezó a llevar una vida desordenada y bohemia, viviendo en pensiones de mala muerte, en contacto con los barrios bajos y en busca frecuente de amores prohibidos. Inició la carrera de Derecho, pero pronto se dio cuenta de que lo que le atraía era el periodismo ,y para ser más exactos, el contacto con la vida humana. Tenía gran capacidad de observación y sabía escuchar. Consiguió trabajo como cronista en la redacción de varios periódicos, como La Nación y Las Cortes. Más tarde fue director de Revista de España y El Debate.
Ese trabajo en el que se fundían el reportaje, la crónica, la expresión de opiniones y la crítica fue forjando al gran escritor que sería después. Acudía a las conferencias de El Ateneo y a las tertulias del Café Suizo, donde mientras escuchaba hacía miles de pajaritas de papel que luego abandonaba en las mesas. Acudía a conciertos (tocaba muy bien el piano), a reuniones políticas (de talante liberal y progresista), a exposiciones (pintaba muy bien), no se perdía nada interesante. Era amigo de Clarín, Menéndez Pelayo, Mesonero Romanos, Rafael Mesa, Ramón Pérez de Ayala, el doctor Gregorio Marañón (que le atendió en los últimos momentos de su vida) y un sinfín de personas ilustres, intelectuales y políticos de la época.
Pero volvamos a las mujeres. Galdós de joven fue un hombre atractivo, delgado, moreno, algo pálido y con una expresión en la mirada que las atraía. En su edad madura fue un hombre influyente y amable que las conquistaba y enamoraba sin muchos problemas porque era viril, educado, afable y famoso.
Es de ley decir en su favor que, en aquella sociedad machista del siglo XIX, los personajes femeninos de sus novelas eran en su mayoría mujeres luchadoras, libres y con resueltas ideas feministas. Mujeres de carne y hueso que él conoció y que luego plasmó en sus libros. Mujeres que existían y se movían en ese Madrid galdosiano, escenario de la mayoría de sus obras. No se podría escribir y describir así de bien a los personajes femeninos si de alguna manera el escritor no los hubiese conocido antes. No son mujeres de amores librescos e idealizados. En sus escritos se refleja el amor, el odio, los celos, la codicia, las traiciones... Cada personaje femenino con su conciencia individual, con su personalidad, con sus vivencias. Son mujeres con sus defectos y sus virtudes, llenas de humanidad, que luchan por su supervivencia en un mundo de hombres. Mujeres que quieren encontrar su espacio y su lugar, que ansían la felicidad en una sociedad en plena trasformación. Citemos a Marianela, Fortunata, Jacinta, Doña Perfecta, Amparo, Gloria, la de Bringas, Eloísa, Tristana, Benigna… Uno de sus personajes masculinos afirma con contundencia: «Somos jóvenes y no hay mayor tontería que llegar a la vejez sin probar cuanta manzana, cuanto melocotón y cuanta breva dan los frutales de la vida».
Su criado Victoriano Moreno contó a un periodista: «No he conocido a un hombre más faldero que a don Benito. ¡Aquí un lío y allí otro! Si no trajo al mundo diez o doce hijos naturales, no trajo ninguno. Razón por la cual vivió a rastras de los prestamistas».
Como antes he citado, se sabe poco de las relaciones de don Benito. Él mismo atajó a un periodista cuando le preguntó por sus amores: «Ese es un aspecto de mi vida que no tiene nada de interesante. Nunca sentí la necesidad de casarme y no puse empeño en ello».
En los corrillos literarios, políticos e intelectuales se comentaba que tenía un amor oculto y verdadero, uno que nunca pudo alcanzar quizás por la lejanía, el rechazo o la muerte de la amada. Un amor cuya descripción pone en boca de uno de sus personajes masculinos, lord Gray, en el Episodio Nacional de Cádiz: «Mi amor es secreto, misterioso y oculto, como las perlas que, además de estar dentro de la concha, se encuentran en el fondo del mar».
A pesar de la enorme discreción del escritor en temas amorosos, se tiene conocimiento de que, siendo un adolescente, don Benito se enamoró locamente de su prima Sisita. Doña Dolores, su madre y sabedora de esta pasión juvenil, mandó a su hijo a estudiar Derecho a Madrid en cuanto acabó el bachillerato. Esta severa decisión le causó a Benito una profunda amargura, tal y como le llegó a confesar a su amigo Clarín: «Al llegar a Madrid, estuve algún tiempo atortolado, sin saber qué dirección tomar, bastante desanimado y triste». Sisita se casó dos veces y murió joven, a los 28 años, a consecuencia de una fiebre puerperal tras el parto de su hija. ¿Sería ella el amor secreto del escritor?
¿Sería Luisa García, la atractiva sirvienta de la modestísima pensión dónde vivió seis años? ¿Sería María de la Cruz, la bella joven hija de doña Melitona, la dueña de la pensión? ¿Sería Juana Lund Ugarte, la hija del pastor protestante que conoció en Santander? ¿Sería Lorenza Cobián, la seductora e inculta modelo de pintores a quien el escritor mandó que enseñaran a leer y a escribir?
Tan pronto empezó a ser famoso como escritor abandonó las pensiones y zonas deprimidas de la ciudad, donde tan bien se movía, y se marchó a vivir al barrio de Salamanca. Poco después, gran parte de su familia se trasladó a vivir a Madrid con él: las mujeres de su entorno le tenían bien amarrado para que no se casara. Querían impedir que siguiera llevando esa vida tan disoluta, cosa que no pudieron evitar. El caso es que don Benito escribía por la mañana y, después de almorzar, volvía encerrarse a trabajar. Luego se marchaba a la tertulia del café, al paseo, al Ateneo, adonde quiera que fuere, pero al caer la noche se perdía en dirección desconocida.
Es sabido que mantuvo amoríos con Emilia Pardo Bazán, quien, tras separase de su marido y escribir Un viaje de novios, recibió una nota de felicitación de don Benito. Esta nota es respondida de inmediato por ella, como si fuera una adolescente entusiasmada: «Su carta del 5 de marzo es una de las más gratas de mi corazón». Es así como empieza una correspondencia entre ambos que durará más de un año. Poco a poco esta amistad se va haciendo cada vez más íntima, lo que se refleja en la correspondencia con frases como: «Me siento como una quinceañera con ganas de diversión» o «¿Cuándo viene? No quisiera tardar en verle». Es entonces cuando don Benito la invita a acompañarle a su acostumbrado viaje al extranjero, y ella de inmediato responde que «le encanta la primavera en Italia y Alemania». A raíz de esa respuesta, los amantes se encontraron en diversas ocasiones, casi siempre en viajes por Europa, al final, cuando muere el padre de la escritora, tienen sus últimos encuentros en Madrid, siempre de forma muy discreta porque a ninguno de los dos le interesaba que se conociera ese romance. Aunque al principio el amor fue muy apasionado, don Benito seguía manteniendo su relación con Lorenza Cobián, a quien puso casa en Madrid y Santander.
Emilia, mujer moderna, feminista y de ideas avanzadas, le envía cartas apasionadas e íntimas que reflejan todo su amor (a pesar de que le fue infiel con Lázaro Galdiano). Una vez separados, tras un breve encuentro ella le escribe: «Triste, muy triste me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña… Hemos realizado un sueño bonito, un sueño fantástico que a los 30 años yo no creía posible… Le hemos hecho la mamola al mundo necio que prohíbe esas cosas… Felices nosotros. ¡Ay, cuándo volveré a estrecharte entre mis brazos, cuándo será! Tenemos que renovar horas tan venturosas, que vayas tramando el modo de realizarlo, en compañía de tu Peinetita, que te besa un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo».
El romance entre los dos escritores, a los que separaban ocho años, durará aproximadamente dos años, pues Lorenza era una mujer muy atractiva y seductora y Emilia tenía un físico que le atraía cada vez menos. Algunos escritores decían de ella que era «de una obesidad desagradable» y que, además, no dejaba de recordar su infidelidad. Fruto de este amor, Lorenza dio a luz a María, la única hija reconocida por el escritor y de la que se ocupó tras el suicidio de su madre.
Ya en su madurez empezó una relación con Concha Morell, una joven actriz que terminaría eclipsándolo no sin antes inspirarle el personaje femenino de su novela Tormento. Tras aquella historia, se sintió muy atraído por María Guerrero, que contaba por entonces 24 primaveras, pero esta terminó plantándole para casarse con otro caballero. Después vinieron otras mujeres, como las actrices Carmen Cobeña, Anna Judic y Concha Catalá, la poeta Sofía Casanova, la cantante Marcella Sembrich y hasta la mismísima reina Isabel II exiliada en París, y que don Benito visitaba de vez en cuando, aunque solo fuera por «respeto y simpatía a su figura».
Tenía don Benito 63 años cuando surgió el que terminaría revelándose como el último amor de su vida. Se trata de la viuda de 44 años Teodosia Gandarias. Fue este un amor maduro que quedó reflejado en la continua correspondencia que mantuvieron y que supuso una especie de diario de los últimos años del escritor. En dichas cartas quedó reflejado el mutuo amor que se profesaron, pero también la ceguera que padeció, su enfermedad, su trabajo y sus sufrimientos. Teodosia era una mujer cultivada que incluso le leía sus manuscritos y pruebas, dándole algunos buenos consejos. «Adoradísima Teodosia», le escribe él. «¡Ya ves que día tenemos! Llueve, hiela, las calles intransitables. ¡No puedo salir, mi familia no me deja! Mañana iré, pase lo que pase. Mañana veremos juntos el gramófono. ¡Ay, ay! Tu caballero fidelísimo. Benito».
Poco después conoció a Margarita Xirgú, que tenía 29 años, y a otra Margarita, en este caso Nelken, que rondaba la veintena. Las incorporó a la tertulia de su casa, como era habitual en él, pues aun en los últimos años don Benito mantuvo la costumbre de recibir a sus amigos a primera hora de la tarde. Cuando las veía aparecer por la puerta, el escritor las cogía de las manos y exclamaba: «Ya están aquí mis margaritas, ya ha llegado la primavera».Ya muy mayor, con más de 70 años y totalmente ciego, arrastrando los pies y golpeando con el bastón las aceras, acompañado por su lazarillo, Victoriano Moreno, abandonaba su casa caída la tarde. A pesar de que seguía su relación con Teodosia, ambos se adentraban por las callejuelas de los alrededores del viejo Madrid, hasta bien entrada la noche. Se decía, se comentaba, que cuando el escritor terminaba la relación con alguna criada o modista les regalaba una máquina de coser para que fueran independientes en su trabajo.
Teodosia murió el 31 de diciembre de 1919. Don Benito lo hizo 5 días después. Se mantuvieron unidos hasta el final. La causa de la muerte: problemas cardiovasculares y neurológicos, ya que según parece padecía de sífilis, lo que entre otras cosas le produjo la ceguera. Murió en casa de su sobrino, José María Hurtado de Mendoza, acompañado de su hija María y de su yerno. Se instaló la capilla ardiente en el Ayuntamiento, de donde salió el cortejo fúnebre hacia el cementerio de La Almudena. Al paso de la carroza le despidieron más de 30.000 madrileños de todas las clases sociales.
La escritora y pintora Margarita Nelken publicó El aniversario de Galdós: intimidades y recuerdos tres años después en el diario El Sol. Uno de sus párrafos decía: «A Galdós le gustaba tener cerca a mujeres jóvenes que pusieran risas y se ponía más achacoso para que le mimásemos más».
ELIEZER BORDALLO