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SpeaKers Corner

Por Andrés Miguel

Frío en Pucela...


En mi oficina trabajamos con la puerta y las ventanas abiertas, tal y como sugieren las mejores prácticas de gestión de la pandemia.

 

Valladolid, 08:30 h. de la mañana, 2 grados bajo cero. Y hoy hace bueno…

 

Te digo con sinceridad: con el frío que pasamos no sé qué es mejor, si pillar un omicrón de esos leves, que te dan dolor de garganta y unos mocos o trincar una pulmonía.

 

Piénsalo, el omicrón flojillo te pone en casa siete días, puedes ver Netflix y, como tienes que estar aislado en tu habitación, pues no tienes que bajar la basura, que eso los hombres sólo lo hacemos cuando rompemos algo y no queremos que se enteren en casa.

 

Por el contrario, una pulmonía malencarada va a causarte un variado conjunto de síntomas en las vías respiratorias bajas y va a afectar con saña a tu estado general, de modo que puedes acabar, si no te lo tratan a tiempo, contando las diez de arrastre en medio de una septicemia. No te lo recomiendo.

 

En estos días de invierno extremo en la meseta castellana, donde mora el lobo (porque lo protege el Gobierno en lugar de a las ovejas), el frío cura de primera el embutido… pero no todos nosotros somos chorizos… aunque, por ahí fuera, haya unos cuantos.

 

Cuatro de los seis compañeros que compartimos oficina hemos comprado calefactores y los encendemos como si no hubiera un mañana. Yo ni siquiera me quito la bufanda. Aún así, uno no entra en calor hasta que llega a casa. La que ha ganado con esto es la dueña del Tien21, que se está hinchando a vender calefactores. Creo que ha pedido a China seis contenedores. Los dos compañeros que no han comprado estufilla tienen sus razones: una porque tiene jornada reducida y se marcha pronto y el otro jugó al rugby en Pepe Rojo y está inmunizado… si tienes “güevos”, ponte un rato en Pepe Rojo en pantalón corto cualquier día del invierno… te digo que casi hasta en verano… como será, que el VRAC ha decidido dejar de fichar neozelandeses y está fichando esquimales para la línea de tres cuartos.

 

Antes salíamos a tomar café al bar de al lado, el Manantial, donde Mariano, a punto de jubilarse, campea tras la barra con salero. Desde hace unas semanas no se quita la trenca. Y no me extraña. Como el bar sólo tiene 6 metros cuadrados, en cuanto abres la puerta entra una ráfaga de aire frío que se congela hasta el Soberano. Ahora sólo vamos si necesitamos calentarnos las manos; le pedimos un café con leche, ardiendo si es posible, y ponemos las manos sobre la taza hasta que se nos ponen rojas como tomates; luego tenemos que darnos friegas de Halibut en ellas.

 

He viajado a pocos lugares más fríos que mi oficina y eso que hace años estuve en una ciudad cercana a Moscú, Chekhov. Era abril y había un metro de nieve allá donde mirases, menos en las aceras, porque por encima de ellas se distribuían los tubos de la calefacción municipal. Jamás había visto algo así. Debía existir allí una central térmica de algún tipo y servían calefacción y agua caliente a cada casa. Cuando había que salvar una calle, los tubos se elevaban como un arco y los camiones pasaban por debajo… no es que fuera muy bonito, la verdad, pero te arrimabas y llegaba a hacer fresquito. No he comido tanta sopa en toda mi vida, una cosa entre roja y granate, de remolacha, llamada borsch, que te abrasaba la vesícula, después de dejar la tráquea, el estómago y los intestinos como el desecho de un Marlboro. Aún así sólo entrábamos en calor un rato pequeñito.

 

En la oficina, ni eso.

 

Los días en que alargamos la jornada nos quedamos a comer, cada uno en su mesa, no sea que vayamos a contagiarnos unos a otros mientras le damos bocados a la comida que nos envía Paco desde el Canaima. Antes nos llegaba calentita. Ahora tenemos que utilizar los calefactores para templarla un poco y poder meterla un mordisco, pero, no me digas por qué, el sabor ya no es el mismo. Los once con cincuenta del menú, sí, son los mismos, pero no le arriendo la ganancia al de la moto cada vez que tiene que repartir un pedido, madre mía. Me dan calambres sólo de pensarlo.

 

El covid ha cambiado nuestras costumbres en el trabajo.

 

En las oficinas no paramos de desinfectarnos con gel hidroalcohólico cada vez que vamos a la fotocopiadora o nos deja un compañero cuatro papeles. He trabajado con gente que, antes, iba al baño, hacía sus cosas, cogía los papeles, imprimía las copias, te los daba y se iba al bar… todo sin gel hidroalcohólico… se prejubilaron más sanos que una manzana, no sé si porque hacían gárgaras con el Anís del Mono.

 

Cuando viene un cliente, como se le haya caído la mascarilla poco más de un centímetro le metemos un bufido que se le quitan las ganas de pedirnos algo… así han bajado nuestras ventas y el gerente no para de gritarnos durante el poco rato que se despabila entre orfidales y disgustos, pero primero es la salud, ya se sabe.

 

Las reuniones han dejado de ser presenciales para ser informáticas. Ahora son más largas ya que los primeros quince minutos son de problemas para conectarse; o no se oye, o no se ve, o no te puedes enganchar. Pero después son mucho más llevaderas que antes pues, cuando se arregla todo, puedes leer el Marca en internet mientras habla tu jefe de algo que debe ser importante, aunque no tanto como que Dembelé se lo está pensando.

 

Ahora bien, volviendo al principio, el frío que pasamos no está bien pagado. Sí que van a subirnos el sueldo cuatro pueblos, pues el IPC se ha disparado como un Sputnik, pero no va a ser suficiente. LLevo gastado en Couldina buena parte de la extra. Así no vamos a ninguna parte.

 

Estoy deseando que llegue el verano… aunque, con el frío que pasamos, lo difícil va a ser que lleguemos nosotros.