Dos tienen sesenta años recién cumplidos, otro cincuenta y nueve y uno cincuenta y ocho.
A los cuatros les ingresaron una talegada por abandonar prematuramente el trabajo, luego unos meses cobrando el noventa por ciento de la última nómina y así hasta el final.
Todos están físicamente impecables, gozan de buena salud y una muy buena imagen.
Celebraron cada uno a su estilo, la buena nueva, el regalo de poder disfrutar de su tiempo, sus hobbies y su familia, siempre tan abandonada.
Pero quince meses después de recibir la transferencia del gran pago, el primero de ellos está harto de madrugar para coger la bici a diario, de ir a la compra y de llevar al nieto a la guardería y recogerle tres días a la semana. Poco más.
El segundo, que tomaba casi cuatro cafés a diario con clientes, comía dos veces a la semana fuera y los viernes jugaba una partida de mus, como terapia, no le ha vuelto a sonar el móvil salvo para cuatro chascarrillos de antiguos compañeros y dos vinos para cambiarse la lotería en las pasadas navidades. Ya está apuntado a un viaje de esos que cuestan cuatro duros y tienen todo incluido. Ha empezado a echar barriga, ya que está todo el día en casa y los viajes a visitar el frigo, son su paseo diario.
El tercero, ha arreglado el trastero, acondicionado todo el verano la casa del pueblo, asistido a un curso de Excel y sacado el abono del Teatro Calderón. Una media de cuatro llamadas diarias de la mujer y seis Whatsapps. Controlado al minuto de sus movimientos, da explicaciones en todo momento de donde ha ido, el motivo del retraso, las cuentas de lo gastado y prevenido de que hay que controlar, que pueden venir tiempos peores y su familia todavía tiene muchos frentes por atender.
El cuarto ha notado que parece que molesta cuando a media mañana vuelve a visitar a los compañeros de trabajo. En las primeras ocasiones era bien recibido, pero en estas últimas ya no sale nadie a tomar un vino con él, su mesa está de nuevo ocupada por un joven y permanece de pie un ?ratillo?, mientras los suyos casi no levantan la mirada del ordenador.
Ha visitado todas las galerías de arte de la ciudad, y se conoce el Campo Grande al dedillo.
Los cuatro, si no rascas mucho, son moderadamente felices. No tienen que madrugar, son más dueños de su tiempo, no tienen objetivos que cumplir, ni a nadie al que reportar informes.
Pero si rascas de verdad, si te fijas en sus ojos claramente, algo no cuadra.
El banquero, el jefe de ventas de un concesionario de primeras marcas, el vendedor de seguros y el visitador médico, saben que ya no están en el mercado. No suena el teléfono, no hay clientes ni proveedores, no hay compañeros ni reuniones, no hay jefes ni objetivos.
Hay una bolsa de la compra, una mochila que recoger a la puerta de una guardería, una cola en una agencia de viajes para recoger documentación a un destino que no te atrae mucho, un ordenador que busca noticias por buscar algo y mucho tiempo, para los otros, para los demás, para todos menos para ellos.
Tienen los saldos mejor que nunca, una imagen saludable, pero ya no aportan, no crean, no suman, no arriesgan. Se miran al espejo y les sale la imagen de UN JUBILADO.